En medio de la crisis climática, los bofedales, chacras y tamarugos del desierto y la cordillera resisten. En este día para tomar consciencia de nuestra relación con nuestro territorio, te invitamos a conocer junto a la arqueóloga Magdalena García tres experiencias recogidas de la ecología histórica andina, donde cultivar y sembrar agua en el desierto son parte de las enseñanzas de cuidado de estas comunidades en uno de los territorios singulares y contrastantes del planeta: el desierto de Atacama y las montañas de los Andes.

Por Magdalena García B. Museo Chileno de Arte Precolombino; Núcleo Milenio de Ecología Histórica Aplicada para los Bosques Áridos (AFOREST). mgarcia@museoprecolombino.cl
La historia humana en el desierto de Atacama es milenaria, y desde su poblamiento -hace 12 mil años atrás- las sociedades andinas han sido agentes activos en la transformación de los paisajes, gestionando sus aguas, potenciando la fertilidad de los suelos y expandiendo los ecosistemas. Por medio de prácticas y conocimientos múltiples, las comunidades locales convirtieron con destreza los desiertos en humedales y en chacras exuberantes, potenciando redes de crianzas de animales, plantas y microorganismos, cosechando salud, biodiversidad y alimentación en abundancia, beneficiando no solo las comunidades humanas sino a la vida en general. En estas áreas, los paisajes son memoria; historias orales y vestigios arqueológicos expresan cómo ecosistemas enteros dependían de los humanos, los cuales hoy, producto de los cambios culturales, la crisis climática, el extractivismo y la migración a la ciudad, se han deteriorado producto del abandono y la falta de agua y manejo.
Bofedales: una práctica prehispánica que vive en el desierto
La primera experiencia que quiero compartir se relaciona con las prácticas de riego de bofedales por parte de pastores de tradición aymara-quechua en el altiplano de Arica-Parinacota y Tarapacá. Se trata de una práctica de origen prehispánico que se encuentra vigente en varios lugares, mediante la cual los habitantes de la puna extienden o crean bofedales artificiales, implementando riego superficial, infiltración o siembra de agua1 2. Los bofedales, llamados localmente con distintos nombres, como champeales, “potreros” o juqhu, son humedales tipo turberas, ecosistemas semi-acuáticos, que se distribuyen como archipiélagos en la alta puna, entre los 3.000 y 5.000 msnm3. Éstos funcionan como enormes reservorios de agua o esponjas, los cuales una vez que se saturan, requieren ser mantenidos por sólo un porcentaje del agua almacenada en ellos4.

A lo largo de la historia muchos bofedales del altiplano han sido modificados y extendidos artificialmente, con el objetivo de incrementar su superficie y potenciar su capacidad forrajera. Estas intervenciones periódicas y continuas durante siglos, generaron importantes transformaciones de los entornos naturales de la puna, intervenciones que muchas veces son invisibles a nuestros ojos. Esto ha llevado a pensar los bofedales como ecosistemas “naturales” y a los pastores como observadores pasivos de la naturaleza, desconociendo las prácticas de manejo y cuidado que estas personas realizan. Al contrario, mediante sus intervenciones, pastores y pastoras potencian la fertilidad de los suelos, sembrando agua y creando espacios propicios para la vida. Si el riego no es sostenido por los pastores, el bofedal se seca, perdiéndose toda la biodiversidad asociada a ellos y escaseando el forraje suficiente para la reproducción de los rebaños.
Las técnicas de manejo de bofedales son múltiples y diferenciadas según el territorio, incluyendo limpieza, irrigación, abono, trasplante y también periodos de descanso, posibilitados por la rotación del ganado en el marco de los sistemas de trashumancia. De forma similar como ocurre en los campos agrícolas, cada año en el mes de agosto, terminando la estación fría, pastores y pastoras realizan diferentes trabajos en los bofedales cuando éstos se han descongelado. Toman el agua de las vertientes o ríos, y la canalizan trazando acequias de diferente jerarquía, logrando distribuir el agua, extender y “verdear” los bofedales. En este contexto, los no humanos también cumplen un rol fundamental, sobre todo llamas y alpacas, ya que mientras se alimentan, van “cosechando” sus alimentos y contribuyendo a la limpieza del champeal, mientras que su guano sirve de abono y contiene las semillas del forraje que los animales van “sembrando” para el siguiente ciclo5.
Así, estos manejos constituyen verdaderas prácticas de cultivo por medio de la gestión comunitaria del agua, donde el bofedal puede ser comprendido como una “chacra de forraje”6 que provee a los animales una buena nutrición, y permite la mejora de la calidad de sus fibras para los textiles2. Mediante estas acciones, los pastores crean naturaleza, ya que también benefician a las plantas y animales silvestres que conviven con ellos, como la vicuña, el suri, peces como el suche y una gran diversidad de aves. Además, la creación de esta naturaleza posee una importancia más allá de lo local, en cuanto los bofedales son fundamentales para la sustentabilidad ecológica, ya que captan carbono, regulan la afluencia de agua, protegen los suelos y concentran una parte importante de la biodiversidad de los ecosistemas de montaña, siendo también sustento del sistema climático global3.
Sembrar agua para cosechar vida: los cultivos de temporada de la Pampa Iluga
Una segunda experiencia que muestra el potencial de las intervenciones humanas para la fertilidad de la tierra y los ecosistemas, refiere a las prácticas agroganaderas que realizaban masivamente hasta la década de 1970 comunidades aymara provenientes de las partes altas de la quebrada de Tarapacá. Cada año, con la activación del río producto de las lluvias altiplánicas, muchas familias descendían siguiendo la trayectoria de las aguas para verdear la zona del delta del río Tarapacá conocido como Pampa Iluga (10.000 ha)., haciéndola florecer. Actualmente yermo y deshabitado, Pampa Iluga contrasta con los relatos que brinda la arqueología, la historia y la memoria oral de los agricultores tarapaqueños, señalando la existencia de un proyecto agrario de gran envergadura, construido y reconstruido sucesivamente a través de los siglos desde los inicios de nuestra era7, 8, 9.

Durante el mes de diciembre y enero, los agricultores realizaban faenas comunitarias para habilitar chacras, tomas de agua, estanques y canales. El agua estacional era distribuida para sembrar una amplia diversidad de productos agrícolas y dar forraje a los animales. En la actualidad, es posible visualizar un continuum de parcelas y distintas tecnologías de riego que se superponen como palimpsestos de distintas épocas prehispánicas e históricas por toda la superficie de Pampa Iluga. Las memorias señalan a estas chacras como “cultivos de temporada”. Allí sembraban trigo destinado a los intercambios económicos -“el oro en esos tiempos”-, junto con maíz, habas, tomate, zapallos, ají e incluso frutales para el consumo familiar. La siembra comenzaba en enero y febrero con la bajada del agua, mientras que en agosto se daba inicio a la cosecha. Además, existía un aprovechamiento de los rastrojos de la agricultura como forraje estacional para el ganado que venía desde las tierras altas, implicando lógicas de trashumancia que articulaban las tierras altas y bajas de Tarapacá10.
Canchones agrícolas y tamarugos: una mezcla de agricultura y ganadería
Otra de estas experiencias es la construcción de un paisaje agroganadero monumental en la zona de La Huayca, al sur de Pampa Iluga, en el corazón de la Pampa del Tamarugal. Allí generaciones de campesinos y campesinas excavaron cientos de parcelas o canchones agrícolas semisubterráneos, en medio de los bosques de tamarugos, cuyo riego era por infiltración de la napa freática. Grandes extensiones de canchones son aún posibles de apreciar en la actualidad. Relatos señalan que éstos se construían a partir de la extracción de la capa salina superficial, que permitía dejar expuesta la tierra fértil o “banco”, la cual se irrigaba con el agua subterránea que afloraba por infiltración a la superficie. Esta tecnología permitía obtener una amplia variedad de productos, entre ellos afamados melones y zapallos que se vendían principalmente en las oficinas salitreras11. Con el fin del auge salitrero, esta práctica decayó por la falta de demanda, pero continuó de forma esporádica hasta la década de 1970.
Los habitantes de La Huayca entrelazaron la agricultura de canchones con la crianza de animales en base a la recolección de frutos de tamarugo (Strombocarpa tamarugo), llamados localmente “algarrobilla”. Hasta hace solo algunas décadas, bajo la copa de los tamarugos se formaban gruesos colchones de algarrobilla, que se recolectaban sin mayor esfuerzo. Estos frutos eran el sustento principal de corderos, cabras, llamos, burros, chanchos, conejos y gallinas que las familias criaban en pequeña cantidad. De su guano, a la vez, dependía la fertilización de los campos de cultivo, que aportaban materia orgánica a los suelos; además el guano dispersado contenía semillas escarificadas que germinaban con acción de los humanos y los animales, permitiendo la reforestación permanente del bosque endémico. Corderos y cabras eran carneados para la venta en las oficinas salitreras y centros urbanos de la región, mientras que los demás animales se destinaban al autoconsumo y la reproducción de la economía familiar.

Agricultura y ganadería en este territorio conformaron un entramado socioecológico en estrecha relación con los bosques de tamarugo. El tamarugo es un árbol endémico adaptado a condiciones muy particulares ya que en este espacio las precipitaciones existentes son cercanas a 0 mm. Para captar agua, los tamarugos poseen raíces que pueden alcanzar hasta los 20 m de profundidad. Es importante mencionar que las aguas subterráneas del Tamarugal conforman un verdadero lago, el cual se acumuló progresivamente gracias a las lluvias torrenciales que existieron en el altiplano durante el Pleistoceno (hace más de 12.000 años atrás) y que descendieron a la pampa y se infiltraron en ella, a través de las múltiples quebradas existentes en la región de Tarapacá. Hasta el pasado reciente, el “espejo”, como llaman los lugareños a la napa, estaba a pocos metros de la superficie, siendo propicio para los cultivos, pero la gran minería, el mercado del agua y el crecimiento explosivo de las ciudades de Iquique y Alto Hospicio, hicieron que el nivel de la napa bajara considerablemente, haciendo imposible practicar la agricultura, afectando también la sobrevivencia de los tamarugos y la ganadería local12.
Por miles de años los habitantes del desierto de Atacama y de los Andes fueron, y siguen siendo, agentes activos en la formación de los paisajes, convirtiendo los desiertos en vergeles muy abundantes. Expandieron y diseñaron huertas, pasturas y bosques para el beneficio de toda la vida, convirtiéndose en tradiciones culturales claves a lo largo del tiempo, de las que dependían ecosistemas enteros. Humanos y medio ambiente no sólo construyeron vínculos estrechos, sino que estas experiencias muestran que lograron una suerte de simbiosis entre ellos.
Sus prácticas sociales y de subsistencia se desplegaron en los territorios como múltiples redes de crianzas, interrelacionando humanos, árboles, cultivos y animales. Algunos bofedales aún son regados por familias aymaras del altiplano, y recientemente están siendo apoyados por programas estatales derecuperación ecológica. También una asociación ganadera aymara continúa criando ganado en la Reserva Nacional Pampa del Tamarugal, a pesar de las dificultades políticas y ambientales actuales. Por ello, este trabajo pretende visibilizar dichas acciones, considerando su relevancia cultural y socioecológica, en cuanto potencian la fertilidad de los suelos, sembrando agua y creando espacios propicios para la vida, no solo del ganado doméstico, sino también de la flora y fauna silvestre. Rescatar, documentar y valorar estas prácticas tradicionales y antiguas tecnologías, incorporándolas a la memoria colectiva y a los planes oficiales del estado, las convertiría en poderosas herramientas para la restauración ecológica presente y futura.
Estas experiencias nos enseñan otras formas de entender el mundo y relacionarnos con la naturaleza, brindándonos una gran lección: demuestran que los humanos no somos una amenaza per se para el medio ambiente, sino que podemos convertirnos en agentes claves para su cuidado y propagación. En otras palabras, estas experiencias demuestran que la tierra también nos necesita13.
Referencias bibliográficas
1 Palacios, F. 1977. Pastizales de regadío para alpacas. En: Pastores de puna. Uywamichiq punarunakuna, editado por Flores Ochoa J, pp 155-170. Instituto de Estudios Peruanos, Lima.
2 Yager, K., M. Prieto & R.I. Meneses, 2021. Reframing pastoral practices of bofedal management to increase the resilience of Andean water towers. Mountain Research and Development (MRD) 41(4): A1-A9.
3 White-Nockleby et al. 2021 White-Nockleby, C., M. Prieto, K. Yager & R.I. Meneses, 2021. Understanding Bofedales as Cultural Landscapes in the Central Andes. Wetlands 41: 102.
4 Verzijl, A & S.G. Quispe, 2013. The system nobody sees: irrigated wetland management and alpaca herding in the Peruvian Andes. Mountain Research and Development 33:280- 293.
5 García, M., M. Prieto, L. Sitzia, C. del Fierro y R.I. Meneses, 2024. Desnaturalizando los bofedales: prácticas de manejo y ontologías aymara del uqhu. Actas del XXII Congreso Nacional de Arqueología Chilena. Universidad Austral de Chile y Sociedad Chilena de Arqueología, Puerto Montt, Chile.
6 Lane, K. Lane, K. 2009. Engineered highlands: the social organization of water in the ancient north-central Andes (AD 1000–1480). World Archaeology 41(1): 169-190.
7 Hidalgo, J. 1985. Proyectos coloniales inéditos de riego en el desierto. Azapa (cabildo de Arica, 1619), pampa Iluga (O’Brien, 1765) y Tarapacá (Mendizábal, 1807). Chungara 14: 183-222.
8 Santoro, C., L. Núñez, V. Standen, H. González, P. Marquet y A. Torres. 1998. Proyectos de irrigación y la fertilización del desierto. Estudios Atacameños 16: 321-336.
9 Uribe, M., D. Angelo, J. Capriles, V. Castro, M.E. Porras, M. García, E. Gayo, J. González, M.J. Herrera, R. Izaurieta, A. Maldonado, V. Mandakovic, V. Mc Rostie, J. Razeto, F. Santana, C. Santoro, J. Valenzuela y A. Vidal. 2020. El Formativo en Tarapacá (3.000-1.000 AP): Arqueología, naturaleza y cultura en la Pampa del Tamarugal, Desierto de Atacama, norte de Chile. Latin American Antiquity 21(1): 81-102.
10 García, M., F. Urrutia, M. Uribe, P. Méndez-Quirós, R. Izaurieta, A. Maldonado, V. Mandakovic, T. Saintenoy, T. Sánchez y A. Vidal-Elgueta, 2023. Pampa Illuga. Tecnología, trabajo y persistencia de un paisaje agrícola prehispánico en el desierto de Atacama (50 AC-1800 DC). Revista de Geografía Norte Grande 86: 1-26.
11 van Kessel, J. 2003. Holocausto al progreso. Los aymaras de Tarapacá. IECTA.
12 García, M., M. Escobar, F. Díaz, C. Biskupovic, S. González y V. McRostie, 2025. El Tamarugal de Atacama. Memorias y prácticas de vinculación con un bosque históricamente amenazado. Aceptado en Estudios Atacameños.
13. June, L. 2022 Architects of abundance: indigenous regenerative food and land management systems and the excavation of hidden history. PhD in Indigenous Studies, University of Alaska Fairbanks.